Después de quedarme
sin amigas, cambiarme de escuela y engordar hasta más no poder;
después de perder toda esperanza en una posible adaptación al mundo
circundante; después de sentir rechazo por las personas antes que
cualquier otro sentimiento y detestar mi ciudad, mi cuerpo y la vida
en general; es decir, después de la plena, profunda y dolorosa
adolescencia, desemboqué (así, como un río desbordado) en Buenos
Aires.
Buenos Aires merece más
de un capítulo. Merece también un punto y aparte.
Llegué como flotando en una burbuja de ingenuidad, pero con ganas de escapar de la ciudad de la que
venía. (No sé si la palabra escapar suena bien. Por lo
general uno piensa que escapar está mal. Escapar de los
problemas, no resolverlos, salir corriendo, etc. Que un psicólogo te
diga que te estás escapando no es buena señal. Que te lo diga tu
pareja, por teléfono, cuando estás terminando cobardemente un
relación, tampoco. Cuando te das cuenta que has vivido en cinco
ciudades distintas en tres o cuatro años escapando de algo que en
realidad está en vos, menos...Yo estaba escapando, puede ser. Pero
al ser el primer escape de mi vida, vamos a considerarlo como algo
“bueno”, como un principio vital. El oso de Moris se escapó
porque en el circo la pasaba mal. No sé que habrá sido de su vida
después. Terminaba 5to año, me iba a estudiar. Era sano y
productivo. Tal vez no era escapar, sino solo irse... Lo mismo me voy
a encontrar haciendo tres o cuatro años más tarde, vuelta a representar el papel
del Oso de Moris...
Es importante aprender
a darse cuenta de cuándo uno se escapa y cuándo uno se va con la
frente en alto. La diferencia es ínfima y a la vez enorme)
Sigo:
Me fui a vivir a una
pensión en Constitución. Una pensión con balcón que daba a una verdulería y en la que comí muchos alfajores estudiando -en vano- economía. Y sin
cucarachas. Hasta ese momento en que llegaba yo, con mi ejército de
cucarachas encubiertas en mi radiodespertador. No fui yo, fue la
suerte, mala o buena (nunca lo sabré), cuestión es que me tuve que
ir, con mi radiodespertador bajo el brazo a conocer otros barrios
porteños. Lo lamenté un poco porque me gustaba tomar el colectivo a
las 7 a.m. y hacer esas dos cuadras oscuras en las que me cruzaba
con travestis y prostitutas. Nunca les tuve miedo. Nunca desprecio.
Por el contrario, sentía una extraña admiración. Siempre me
pareció gente muy valiente. No debe ser fácil que el mundo te deje
de lado y te quite oportunidades. Me hubiera gustado que fueran mis amigas.
Ahora que lo pienso,
hablando de géneros y esas cosas, yo no pensaba todavía como una
mujer, es decir, cuando pensaba pensaba en neutro. Todos mis
monólogos internos estaban desprovistos de un género en particular.
Simplemente pensaba. Y en el fondo me sentía un ser neutro en un mundo
demasiado definido.
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