Capítulo II. El Oso de Moris

   Después de quedarme sin amigas, cambiarme de escuela y engordar hasta más no poder; después de perder toda esperanza en una posible adaptación al mundo circundante; después de sentir rechazo por las personas antes que cualquier otro sentimiento y detestar mi ciudad, mi cuerpo y la vida en general; es decir, después de la plena, profunda y dolorosa adolescencia, desemboqué (así, como un río desbordado) en Buenos Aires.
    Buenos Aires merece más de un capítulo. Merece también un punto y aparte.
    Llegué como flotando en una burbuja de ingenuidad, pero con ganas de escapar de la ciudad de la que venía. (No sé si la palabra escapar suena bien. Por lo general uno piensa que escapar está mal. Escapar de los problemas, no resolverlos, salir corriendo, etc. Que un psicólogo te diga que te estás escapando no es buena señal. Que te lo diga tu pareja, por teléfono, cuando estás terminando cobardemente un relación, tampoco. Cuando te das cuenta que has vivido en cinco ciudades distintas en tres o cuatro años escapando de algo que en realidad está en vos, menos...Yo estaba escapando, puede ser. Pero al ser el primer escape de mi vida, vamos a considerarlo como algo “bueno”, como un principio vital. El oso de Moris se escapó porque en el circo la pasaba mal. No sé que habrá sido de su vida después. Terminaba 5to año, me iba a estudiar. Era sano y productivo. Tal vez no era escapar, sino solo irse... Lo mismo me voy a encontrar haciendo tres o cuatro años más tarde, vuelta a representar el papel del Oso de Moris...
Es importante aprender a darse cuenta de cuándo uno se escapa y cuándo uno se va con la frente en alto. La diferencia es ínfima y a la vez enorme)
   Sigo:
    Me fui a vivir a una pensión en Constitución. Una pensión con balcón que daba a una verdulería y en la que comí muchos alfajores estudiando -en vano- economía. Y sin cucarachas. Hasta ese momento en que llegaba yo, con mi ejército de cucarachas encubiertas en mi radiodespertador. No fui yo, fue la suerte, mala o buena (nunca lo sabré), cuestión es que me tuve que ir, con mi radiodespertador bajo el brazo a conocer otros barrios porteños. Lo lamenté un poco porque me gustaba tomar el colectivo a las 7 a.m. y hacer esas dos cuadras oscuras en las que me cruzaba con travestis y prostitutas. Nunca les tuve miedo. Nunca desprecio. Por el contrario, sentía una extraña admiración. Siempre me pareció gente muy valiente. No debe ser fácil que el mundo te deje de lado y te quite oportunidades. Me hubiera gustado que fueran mis amigas.
    Ahora que lo pienso, hablando de géneros y esas cosas, yo no pensaba todavía como una mujer, es decir, cuando pensaba pensaba en neutro. Todos mis monólogos internos estaban desprovistos de un género en particular. Simplemente pensaba. Y en el fondo me sentía un ser neutro en un mundo demasiado definido.

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