Vi a Dios

   En aquel entonces yo era dueña de una juguetería. Era un negocio que nunca funcionó muy bien hasta que ocurrió un milagro: un niño presionó un botón oculto que hizo que toda la juguetería se actualizara. Los clientes empezaron a llover. Hasta, incluso, organizamos recitales en la juguetería en el que participaron artistas tales como la Mona Giménez y Sergio Denis. 
    Todo iba muy bien, pero como siempre, yo quería saber cuál había sido la verdadera causa del milagro. ¿Habría sido casualidad? ¿Habría sido la sabiduría inconsciente de las nuevas generaciones? ¿Habría sido Dios?. Estas preguntas me quitaron el sueño y en medio de la noche salí a la calle, sin rumbo fijo, a despejar mi cabeza. Llegué a la parte trasera de la Iglesia y ví que había una puerta entreabierta. Entré y ahí estaba: era el mismísimo Dios. Estaba sentado en el medio de una habitación, flotando en el aire. Su cuerpo era de madera, tenía barba blanca hasta los pies y era gigante. Era una gran marioneta con voluntad propia. 
   No recuerdo bien qué hablamos, pero sí recuerdo que me fui contenta y sarisfecha de aquella habitación. Me fui por otra puerta distinta a la puerta por la cual había entrado, y me encontré en el altar en el cual pulcros niños tomaban la Comunión. Sin dudarlo, presa de un repentino éxtasis religioso, me colé en la fila de niños y me robé una hostia. Una vez en mi boca la mordí y recordé que eso era pecado porque el cuerpo de Cristo no se puede andar masticando como si fuera una galletita. Pedí perdón para mis adentros y salí corriendo a la calle oscura con la hostia pegada al paladar. Recién a las dos cuadras me pregunté si la hostia y dios no serían también otras simples galletitas con peluca.

Amanda Mandarina

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