Perdidos en el laberinto del Carpincho Montevideano

   Amanda estaba en Uruguay. Se había reencontrado con sus primos que no veía desde la infancia. Junto a ellos estaba un amigo de la familia que había gustado de ella de niños. En el reencuentro él le regaló collares preciosos que hacía con sus propias manos. Fueron todos juntos a una playa a disfrutar del día tomando cervezas y cantando canciones variadas. Fran, que era el amigo que gustaba de ella (y que a ella también le gustaba), compró un trago amarillo en la cantina. Ella embelesada con el mar, el viento y las canciones, se lo tomó y después se tomó varios más compulsivamente sin ni siquiera saber de dónde habían salido. En un momento se dio cuenta de que no le había convidado ni siquiera con un mísero trago y lo miró. Él estaba un poco ofendido así es que ella le dijo que iba a comprar otro trago de los amarillos o una cerveza para compartir, pidiéndole mil disculpas.
   La cantina estaba a la vista, y al parecer, ahí nomas del lugar en el que se encontraban. Pero hay un detalle un poco raro para una cantina de playa: lo que se veía no era solo una cantina desolada, sino varios negocios uno al lado del otro, al parecer, en hilera. Era una galería a la cual se entraba por un costado. Amanda entró por el costado, pero adentro de la galería había miles de locales dispuestos de forma desordenada y circulaba muchísima gente, también, de forma desordenada. Caminó rápido pensando que iba a encontrar la cantina ahí nomas. Se equivocaba. Caminó y caminó en la muchedumbre y entró por una puerta. La puerta daba a un museo. En el museo no había nadie, lo cual contrastaba muchísimo con el resto de la galería. Salió por la misma puerta, pero se encontró en otro lugar en el que tampoco había nadie: seguía estando en el museo. Caminando apareció un hombre. Ella le preguntó, ya un poco nerviosa, cómo hacía para salir de ahí. El hombre sonrió y le indicó una puerta. Amanda miró bien y se dio cuenta de que había miles de puertas una al lado de la otra. Confió en el hombre y salió por dónde le había indicado. Se encontró con una escalera roja, negra y blanca. Empezó a subir por los escalones, pero a medida que subía éstos variaban su tamaño y también variaba la distancia entre un escalón y el otro. Empezó a marearse. Miró para atrás y el hombre la miraba desde la puerta del Museo. La miraba como preocupado, como intuyendo que estaba perdida y mareada. Siguió ascendiendo, un poco aliviada por el hecho de saber que por lo menos había alguien más. Los escalones, de golpe, se movieron todos a la vez, y ella quedó acostada boca abajo contra la escalera. Volvió a mirar para atrás con un poco de vergüenza por la caída, pero vio que a sus pies en su misma posición había un animal raro que parecía un elefante, aunque más pequeño. El hombre, misteriosamente o milagrosamente, corrió hasta donde ella estaba todavía tirada sobre la escalera. La ayudó a incorporarse y le dijo:
-         No te asustes. Es un animal autóctono. Se llama Carpincho Montevideano. Puede llegar a ser peligroso, por eso te recomiendo que volvamos al Museo y salgamos por otra puerta.
-         Ok.,
 le dijo la mareada y asustada Amanda.


   Él le indicó que bajaran manteniendo sus cuerpos contra la pared. El animal iba atrás, golpeándolos y empujándolos cada vez más fuerte. El hombre misterioso mantenía la calma. Ella confiaba en él. (Tampoco le quedaba otra opción). El animal los empujaba cada vez más fuerte hasta que de pronto empezó a volar y hacer un zumbido espantoso como de mil abejas juntas. Amanda y el desconocido se apresuraron a bajar pero parecía que todo estaba perdido porque el Carpincho Montevideano se ponía cada vez más violento. El hombre perdió súbitamente el control y lo golpeó. El animal se estrelló contra la otra pared y se hizo más pequeño, pero se puso más agresivo todavía. Lograron llegar al Museo, aunque no pudieron cerrar la puerta a tiempo y el monstruo entró, ya del tamaño de una mariposa. En vez de trompa ahora tenía un aguijón. Se refugiaron atrás de unas piezas de museo y quedaron ahí atrincherados sin nada que hacer. Impotentes, temblando, nerviosos, asustados. Ella pensaba en qué pensaría Fran y los primos de la playa, si alguna vez podrían llegar hasta dónde ellos estaban y salvarlos, o si el extraño ser en algún momento les daría tregua, o si estaban ella y él condenados a morir así, juntos y sin conocerse. 

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