Una vez yo estaba en un negocio con mis amigas, un negocio
tipo bazar. Mirábamos la vidriera mientras esperábamos el colectivo. Había un
cenicero gigante que tenía tres precios diferentes, tres etiquetas: la primera
decía “$15”, la segunda decía “$25” y la última “$48”. Comentábamos el tema de
la inflación, pero de todas formas yo
pensaba que a ese cenicero el comerciante no lo había comprado tres veces a
tres precios diferentes. Vi unos guantes que me encantaron a un precio
razonable, y me los quise comprar, pero también me probé un reloj pulsera, un
aro, un anillo, me agarró como una compulsión a los accesorios femeninos. Cuando
la chica del negocio me fue a cobrar, escondí el reloj pulsera, y le dije que
el anillo ya era mío, que sólo llevaba los guantes. La chica no me creyó, me
dio un poco de vergüenza, otro poco me enojé y me di cuenta de que el anillo
era horrible, que no valía la pena, que había miles de anillos más lindos y
grandes, así que le transmití todo esto a la chica del negocio y me fui dando
un portazo. Mis amigas avergonzadas no me hablaron nunca más en sus vidas.
En esa misma época yo tenía un novio. Y era feliz con él.
Una noche, mientras lo esperaba mirando tele, sucedió algo muy extraño:
cambiaba de canal, pero en todos se repetía la misma escena, con diferentes
actores y escenografía, pero era la misma escena: el novio que mataba a la
novia. La novia ensangrentada, muerta, inmóvil, blanca, sumisa, dominada; y el
novio feliz, riéndose. Lo más loco de todo fue que uno de los actores era mi
novio. Lo raro es que nunca me había contado que era actor, ni me había dicho
nada con respecto a ninguna película. Pensé que tal vez era una especie de
premonición. Pero para que fuera una premonición, tenía que haber un dios o
algo así, un ser superior que me alertara sobre algo. Lo cual me tenía en duda.
El problema es que no había tiempo de dudar. Era creer o reventar. Era cerrarle
la puerta de un portazo y escaparme por la ventana pidiendo auxilio o convencerme
de que el hecho de que estuviera en una película, en esa película y nunca me
hubiera dicho nada no quería decir que fuera un asesino. Los planos ficcionales
y reales se me mezclaron de tal manera, que ya no supe con certeza más nada. Lo
dejé entrar, como siempre. Como siempre, era (o parecía) tan bueno, tan lindo,
tierno…durmiendo en mi cama…en mi cama….las novias muertas en sus camas…con
pijamas, con camisones, desnudas, todas muertas. Y su mirada tenía algo sospechoso.
Me adoraba, nunca antes me había dado cuenta de que me adoraba. De una manera
enfermiza. Nunca lo había visto así. O nunca antes me había dado cuenta. O esa
noche estaba sugestionada. Disimulando, sin decirle nada sobre todo el asunto
que daba vueltas por mi cabeza, pasamos la noche. Se fue. Me mudé de casa. Me fui
a otra ciudad. Cambié el número de teléfono. Siempre me pasaba lo mismo, nunca
escuchaba las alertas de la gente (o de la tele, o de dios). Esta vez, el
riesgo era muy grande.
Años más tarde, volví y pasé por la casa dónde vivía. Me
acordé de este chico. Me pregunté que había sido de su vida, si habría sido un
asesino o no, que habría pasado si me hubiera quedado... Ese suceso tan extraño
de las películas todas iguales con la misma escena, capaz había sido un sueño,
una alucinación… raro igual, porque sería la única vez que aluciné algo o que
soñé sin darme cuenta de que soñaba.
(Continuará...)
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